dimarts, 25 d’octubre del 2011

L'eterna cançó no compresa

―Ahora echaremos una siesta —dijo Schultze.
—¿Otra?—
―Sí; yo por lo menos, sí.
Se tendieron en el mismo sitio, y como la reverberación del cielo era grande, se echaron el ala de los sombreros sobre los ojos.
—No es natural dormir tanto ―murmuró Ossorio.
—No importa ―replicó el alemán con voz confusa—. Yo no sé por qué hablan todos los filósofos de que hay que obrar conforme a la naturaleza.
―¡Pchs! —murmuró Ossorio―; yo creo que será para que el mundo, los hombres, las cosas, evolucionen progresivamente.
—Y ese progreso, ¿para qué? ¿Qué objeto tiene? Mire usted qué nube más hermosa ―dijo interrumpiéndose el alemán—; es digna de Júpiter.
Hubo un momento de silencio.
―¿Decía usted —preguntó Ossorio― que para qué servía el progreso?
—Sí; tiene usted buena memoria. Es indudable que el mundo ha de desaparecer; por lo menos en su calidad de mundo. Sí; su materia no desaparecerá, cambiará de forma. Algunos de nuestros alemanes optimistas creen que como la materia evoluciona, asciende y se purifica, y como esta materia no se ha de perder podrá utilizarse por seres de otro mundo, después de la desaparición de la Tierra. Pero, ¿y si el mundo en donde se aprovecha esta materia está tan adelantado, que lo más alto y refinado de la materia terrestre, el pensamiento de hombres como Shakespeare o Goethe, no sirve más que para mover molinos de chocolate?
―A mí todo esto me produce miedo; cuando pienso en las cosas desconocidas, en la fuerza que hay en una planta de éstas, me entra verdadero horror, como si me faltara el suelo para poner los pies.
—No parece usted español ―dijo el alemán—; los españoles han resuelto todos sus problemas metafísicos y morales que nos preocupan a nosotros, los el Norte, en el fondo mucho menos civilizados que ustedes. Los han resuelto, negándolos; es la única manera de resolverlos.
―Yo no los he resuelto —murmuró Ossorio―. Cada día tengo motivos nuevos de horror; mi cabeza es una guarida de pensamientos vagos, que no sé de dónde brotan.
—Para esa misticidad —repuso Schultze―, el mejor remedio es el ejercicio. Yo tuve una sobreexcitación nerviosa, y me la curé andando mucho y leyendo a Nietzsche. ¿Lo conoce usted?
—No. He oído decir que su doctrina es la glorificación del egoísmo.
―¡Cómo se engaña usted, amigo! Crea usted que es difícil de representarse un hombre de naturaleza más ética que él; dificilísimo hallar un hombre más puro y delicado, más irreprochable en su conducta. Es un mártir.
―Al oírle a usted, se diría que es Budha o que es Cristo.
—¡Oh! No compare usted a Nietzsche con esos miserables que produjeron la decadencia de la humanidad.
Fernando se incorporó para mirar al alemán, vio con asombro que hablaba en serio, y volvió a tenderse en el suelo.
Comenzó a anochecer; el viento silbaba dulcemente por entre los árboles. Un perfume acre, adusto, se desprendía de los arrayanes y de los cipreses; no piaban los pájaros, ni cacareaban los gallos... y seguía cantando la fuente, invariable y monótona, su eterna canción no comprendida...

Camino de perfección, Pío Baroja