La estoy viendo igual que ella me ve; para que mi imagen se recomponga y no se le lleve la resaca, necesito pedir hospitalidad a aquel corazón impaciente e insomne, es decir, a mi propio corazón. Reparo con asombro a que es el mismo, me palpo el pecho, ahí está, sigue latiendo en el mismo sitio, sincronizando con los pulsos y las sienes, lo comprueba voluptuosamente; no creo que el corazón aumente mucho de tamaño, tiene trastornos incógnitos, dicen que el humo del tabaco lo afecta y empaña igual que la sobrecarga de emociones, pero eso ¿quién lo ve?, son mudanzas sutiles que se producen a hurtadillas, nuestro crecimiento era más visible, se acusaba en que de un año a otro había que bajar el jaretón de los vestidos o en que empezaban a apretarnos los zapatos del invierno anterior, pero yo creo que el corazón no crece, simplemente cuando se para, se paró, lo importante es que se pare; a veces, los médicos te enseñan gráficas que corresponden a su extravagante caminar en cuyas crestas descifran ellos un abstruso destino, igual que si leyeran las rayas de la mano —<<Tiene usted un corazón muy bueno>>—, y uno se queda maravillado de que tengan algo que ver esos perfiles con nuestras ansiedades, decepciones y entusiasmos. (…) ¡cuánto se ha hablado del corazón!, pero qué pocas veces, en cambio, nos paramos a rendirle homenaje verdadero, a pensar que es él solo quien corre con todos los riesgos y nos mantiene en vida ahí aguantando, hermano, como un buen timonel, qué valiente, qué humilde y qué desconocido, sin cesar en tu brega desde entonces, tictac, tactac.
El cuarto de atrás, Carmen Martín Gaite
[Siruela, 2010]
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